SAN AGUSTIN: fiesta 28 AGOSTO
28 de Agosto from Canal ISB on Vimeo. San Agustin, obispo de Hipona y doctor de la iglesia nos ha dejado verdaderos tesoros escritos, tanto comentarios a cada uno de los Evangelios, como esclarecedores libros además de LAS CONFESIONES en las que relata su conversion biográfica y detallada.
- Dios, felicidad del hombre - La búsqueda de Dios - El encuentro con Dios - Elogio de la caridad - Invocación al Señor Las virtudes morales - Cómo pedir a Dios - Cuando Cristo pasa - Lo extraordinario de lo ordinario Vivir la pureza en todos los estados - El servicio episcopal - La fe de María Plegaria a la Santísima Trinidad - Ayuno y Tentación - El demonio
Y otros muchos, entre los que hoy traemos:
Traductor: Lope Cilleruelo, OSA (Revisión: Domingo Natal, OSA)
CAPÍTULO I La gracia de Cristo vence al diablo
1. La corona de la victoria no se promete sino a los que luchan. En la divinas Escrituras vemos que, con frecuencia, se nos promete la corona si vencemos. Pero para no ampliar demasiado las citas, bastará recordar lo que claramente se lee en el apóstol San Pablo: terminé la obra, consumé la carrera, conservé la fe, ya me pertenece la corona de justicia (2 Tm 4,7-8).
Debemos, pues, conocer quién es el enemigo, al que si vencemos seremos coronados. Ciertamente es aquel a quien Cristo venció primero, para que también nosotros, permaneciendo en Él, le venzamos. Cristo es realmente la Virtud y la Sabiduría de Dios, el Verbo por quien fueron creadas todas las cosas, el Hijo Unigénito de Dios, que permanece inmutable siempre sobre toda criatura. Y si bajo Él está la criatura, incluso la que no pecó (Jn 1,1-3), ¿cuánto más lo estará toda criatura pecadora? Si bajo Él están los santos ángeles, mucho más los estarán los ángeles prevaricadores cuyo príncipe es el diablo. Pero como el diablo defraudó nuestra naturaleza, el Hijo único de Dios se dignó tomar esa misma naturaleza, para que, por ella misma, el diablo fuera vencido. Así, Él, que tuvo siempre sometido al diablo, le sometió también a nosotros.
A él se refiere cuando dice: el príncipe de este mundo ha sido arrojado fuera (Jn 12,31). No porque fuera expulsado del mundo, como dicen algunos herejes, sino que fue arrojado del alma de los que viven unidos al Verbo de Dios y no aman al mundo del que él es el príncipe porque domina a los que aman los bienes temporales que se poseen en este mundo visible. No quiero decir que él sea el dueño de este mundo, sino que es el príncipe de las concupiscencias con las que se codicia todo lo pasajero. Así, somete a los que aman los bienes caducos y mudables y se olvidan del Dios eterno. Pues: raíz de todos los males es la codicia, a la que algunos amaron y se desviaron de la fe, y, así, se acarrearon muchos sufrimientos (1 Tm 6,10).
Por esta concupiscencia reina el diablo en el hombre y posee su corazón. Esos son los que aman este mundo. Pero se renuncia al diablo, que es el príncipe de este mundo, cuando se renuncia a las corruptelas, a las pompas y a los ángeles malos. Por eso, el Señor, al llevar en triunfo la naturaleza humana, dice: Sabed que yo he vencido al mundo ( Jn 16,33).
CAPÍTULO II Modo de vencer al diablo
2. Pero muchos dicen: ¿Cómo podemos vencer al diablo si no le vemos? Tenemos ya un Maestro que se ha dignado mostrarnos cómo se vencen los enemigos invisibles. Pues de Él dice el Apóstol: se desnudó de la carne y sirvió de modelo a principados y potestades, al triunfar confiadamente de ellos en sí mismo (Col 2,15). Vencemos las potestades hostiles invisibles cuando vencemos las apetencias invisibles. Y por eso, cuando vencemos en nosotros la codicia de los bienes temporales, necesariamente vencemos en nosotros al que reina en el hombre por esa codicia. Pues, cuando se le dijo al diablo: comerás tierra, se le dijo al pecador: eres tierra y tierra te volverás (Gn 3,14.19).
Así, el pecador fue dado como alimento al diablo. No seamos tierra si no queremos ser devorados por la serpiente. Pues, así como lo que comemos se convierte en nuestro cuerpo, y el mismo alimento se hace aquello mismo que somos por el cuerpo, así también, por las malas costumbres, por la malicia, la soberbia y la impiedad, se hace uno, como el diablo, esto es, igual a él, y se somete a él, como nuestro cuerpo nos está sometido. Y esto es lo que significa ser devorados por la serpiente. Así pues, todo el que tema aquel fuego que está preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41), trabaje para triunfar de aquél en sí mismo. Pues a los que nos combaten desde fuera, los vencemos desde dentro cuando vencemos las concupiscencias por las que ellos nos dominan. Porque únicamente a los que encuentran iguales que ellos, los llevan consigo al suplicio.
CAPÍTULO III ¿Cómo viven los demonios en el cielo, si son príncipes de las tinieblas?
3. El Apóstol recuerda que combate, dentro de sí, contra los poderes exteriores. Dice así: No peleamos contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades de este mundo y los gobernadores de estas tinieblas, contra los malvados espíritus que habitan en el cielo (Ef 6,12).
Con el término "cielo" se designa el aire, en el que se forman los vientos y las nubes, las borrascas y torbellinos, como atestigua la Escritura en muchos pasajes: y tronó desde el cielo el Señor (Sal 19,14), y las aves del cielo (Sal 8,9), y los pájaros del cielo (Mt 6,26), pues es manifiesto que la aves vuelan en el aire. Nosotros mismos tenemos la costumbre de llamar cielo al aire, y, así, cuando preguntamos si hace sereno o nuboso, unas veces decimos: ¿Cómo está el aire?, y otras: ¿Cómo está el cielo? Digo esto para que nadie piense que los demonios habitan donde Dios colocó el sol, la luna y las estrellas. A estos demonios malos el Apóstol los llamó espirituales porque en las divinas Escrituras se llama también espíritus a los ángeles malos. Y se dice que son gobernadores de estas tinieblas, porque llama tinieblas a los pecadores, a quienes los demonios dominan.
Por eso, en otro lugar dice: en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor (Ef 5,8), pues los que eran pecadores ya habían sido justificados. No pensemos, pues, que el diablo y sus ángeles habitan en el sumo cielo, de donde creemos que cayeron.
CAPÍTULO IV Teoría de los maniqueos
4. Erraron, pues, los maniqueos cuando dijeron que antes de la creación del mundo había un linaje de las tinieblas que se rebeló contra Dios. Creen los infelices que en esta guerra no pudo el Dios omnipotente defenderse contra ellos de otro modo que arrojando una parte de su sustancia divina. Los príncipes de aquel linaje, según ellos, devoraron parte de la sustancia divina y así quedaron sosegados de modo que pudo fabricarse el mundo a partir de ellos. Explican así que Dios logró la victoria con grandes calamidades, tormentos y desventuras de sus miembros. Pues, según añaden, los miembros divinos tuvieron que ser asimilados por las entrañas tenebrosas de aquellos príncipes para calmarlos y mitigar su furor.
No entienden que su secta es tan sacrílega que presenta al Dios omnipotente luchando con las tinieblas, no por medio de las criaturas que Él creó, sino con su propia sustancia, lo que es realmente sacrílego. Y no solo esto, sino que añaden que los vencidos se hicieron así mejores, pues quedó mitigado su furor, aunque la sustancia divina, que venció, se envileció. Más aún, dicen que, al mezclarse con las entrañas tenebrosas, la sustancia divina perdió el entendimiento, la bienaventuranza y quedó sumida en grandes errores y desventuras. Y aunque expliquen que, al fin, toda la sustancia divina quedará purificada, afirman una gran impiedad contra el Dios omnipotente, cuya sustancia creen que ha sufrido errores y castigos sin culpa alguna.
Incluso, los infelices se atreven a decir que no toda la sustancia se podrá purificar, y que esa parte no purificada contribuirá al bien de su portador al quedar envuelta y sepultada en el mal. Así siempre habrá una parte desventurada de Dios, porque aunque en nada delinquió quedará sujeta, para siempre, a la cárcel de las tinieblas.
Esto dicen los maniqueos para seducir a las almas sencillas.
Pero ¿quién será tan ingenuo que no vea que todo esto es un sacrilegio, pues se afirma que el Dios omnipotente, vencido por la fatalidad, tuvo que entregar una parte propia, buena e inocente, para verse envuelta en tantas desventuras y mancillada con tanta inmundicia, de modo que no pueda libertarse del todo y, así, sin poder liberarse quede sujeta a cadena perpetua? ¿Quién no execrará todo esto? ¿Quién no comprenderá que es algo impío y nefando? Pero ellos, cuando captan a alguien, no comienzan por decirle esto, puesto que, si así lo hicieran, todos se burlarían de ellos y les abandonarían, sino que comienzan por seleccionar los pasajes de la Escritura que los sencillos no entienden, y así les engañan, como a almas inexpertas, preguntándoles que de dónde viene el mal. Así lo hacen, por ejemplo, con este pasaje en el que dice el Apóstol: Los gobernadores de estas tinieblas y los espíritus malos que habitan en el cielo (Ef 6,12).
Vienen, pues, estos seductores y preguntan a un hombre que no entiende las divinas Escrituras cómo pueden estar en el cielo los gobernadores de las tinieblas, para que, al no saber responder, sea arrastrado por ellos al engaño, pues toda alma ignorante es curiosa. Mas quien conoce bien la fe católica y vive protegido por las buenas costumbres y la verdadera piedad, aunque no conozca su herejía, sabe cómo responderles. Pues nadie puede engañar al que conoce lo que atañe a la fe católica, difundida por el orbe de la tierra, ya que ella vive segura, bajo el gobierno de Dios, frente a los impíos y pecadores y frente a los mismos católicos negligentes.
CAPÍTULO V De cómo los espíritus malos habitan en el cielo
5. Decíamos que el apóstol San Pablo afirma que estamos en combate contra los gobernadores de las tinieblas y los espíritus malos que habitan en el cielo. Y ya hemos probado que se llama cielo incluso al aire próximo a la tierra. Ahora, es preciso creer que nosotros luchamos contra el diablo y sus ángeles que se gozan en nuestra perturbación. En efecto, el mismo Apóstol, en otro lugar, llama al diablo príncipe del poder del aire (Ef 2,2). Aunque este pasaje, en que dice: los espíritus malos del cielo, pueda entenderse de otro modo, para que no ponga en el cielo a los mismos ángeles prevaricadores, sino más bien a nosotros de quienes en otro lugar dice: nuestra conversación está en el cielo (Flp 3,20).
Y para que aferrados a las cosas celestiales, es decir, caminando en los preceptos espirituales de Dios, luchemos contra los espíritus malos que tratan de arrojarnos de allí. Mucho nos hemos de preguntar cómo podemos luchar y vencer a los enemigos que no vemos, para que no piensen los necios que peleamos con el aire.
CAPÍTULO VI Para vencer al diablo y al mundo hay que someter el cuerpo
6. El mismo Apóstol nos enseña cuando dice: No peleo como quien azota el aire, sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, mientras predico a otros, yo sea encontrado réprobo (1 Co 9,26-27).
Y también dice: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Co 11,1). Por lo que hemos de entender que el Apóstol triunfó, en sí mismo, de los poderes de este mundo, como lo había dicho el Señor (2 Co 2,14; Col 2,15), cuyo imitador se declara. Imitémosle, pues, nosotros, como él nos exhorta, y castiguemos nuestro cuerpo y reduzcámoslo a servidumbre si queremos vencer al mundo. Pues el mundo puede dominarnos con sus placeres ilícitos, con sus pompas y curiosidad malsana. Puesto que los placeres perniciosos de este mundo esclavizan a los amantes de las cosas temporales, y les obligan a servir al diablo y a sus ángeles. Pero si hemos renunciado a todas esas cosas, reduzcamos a servidumbre a nuestro propio cuerpo.
CAPÍTULO VII Para someter nuestro cuerpo debemos someternos a Dios, a quien todo sirve quiera o no
7. Pero quizá alguien pregunte cómo hacer para reducir nuestro cuerpo a servidumbre. Esto puede fácilmente entenderse y realizarse si primero nosotros nos sometemos a Dios con buena voluntad y sincera caridad. Verdad es que toda criatura, quiera o no, está sometida a su único Dios y Señor. Pero se nos amonesta que sirvamos al Señor nuestro Dios con plena voluntad. Porque el justo sirve libremente, el injusto forzosamente, pero todos sirven a la divina Providencia. Unos obedecen como hijos y hacen así lo que es bueno, otros trabajan encadenados, como esclavos, y se hace con ellos lo que es justo. Así, el Dios omnipotente, Señor de la creación entera, que, como está escrito, hizo todas las cosas muy buenas (Gn 1,31), las ordenó de tal modo que hacen el bien por las buenas o por las malas. En efecto, lo que se hace con justicia, bien se hace. Con justicia son bienaventurados los buenos y justamente padecen suplicio los malos.
Dios hace el bien a los buenos y a los malos porque todo lo hace con justicia. Buenos son los que con toda su voluntad sirven a Dios, y malos los que sirven por necesidad, pero nadie se sustrae a la ley del Omnipotente. Con todo, una cosa es hacer lo que la ley ordena y otra padecer lo que la ley impone. Por eso, los buenos actúan según las leyes, y los malos padecen según las leyes.
8. No nos impresione el que los justos toleren muchos sufrimientos graves y ásperos en esta vida que llevan en su carne mortal. Pues ningún mal padecen los que pueden decir lo que pregona y alaba aquel varón espiritual que fue el Apóstol, cuando dice: Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia, la paciencia la prueba, la prueba la esperanza, y la esperanza no queda defraudada, porque la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,3-5).
Luego, en esta vida, donde hay tantas tormentas, los hombres justos y buenos no solo pueden tolerarlas con ánimo tranquilo cuando las sufren, sino que también pueden gloriarse en la caridad de Dios. Pues ¿qué hemos de pensar de aquella vida que se nos promete, en la que no hemos de sentir molestia alguna en el cuerpo? Para diferente destino resucitará el cuerpo de los justos y el cuerpo de los impíos, como está escrito: todos resucitaremos, pero no todos seremos transformados (1 Co 15,51). Y para que nadie piense que esta transformación no se promete a los justos, sino, más bien, a los injustos estimando que ese cambio es para castigo, continúa diciendo: y los muertos resucitarán incorruptos y seremos transformados (1 Co 15,51-52). Todos los malos que hay han sido ordenados así: cada uno es dañino para sí, y todos son dañinos para todos.
Apetecen lo que no puede amarse sin la propia ruina y lo que fácilmente se les puede quitar, y así se lo quitan unos a otros cuando se persiguen mutuamente. Y, porque aman los bienes temporales, sufren aquellos a los que se les quitan, pero los que se los arrebatan se regocijan. Esa alegría es ceguera y suma miseria, ya que esclaviza al alma y la arrastra a mayores tormentos. Pues también se regocija el pez cuando, sin ver el anzuelo, se lanza a la carnaza, pero cuando el pescador comienza a tirar de él, primero siente el tormento en sus entrañas, y, luego, pasa del regocijo a la muerte con el mismo cebo que le entusiasmó. Así, todos los que se sienten felices con los bienes temporales, se han tragado el anzuelo y con él viven la zozobra, pero vendrá un tiempo en que sentirán los graves tormentos que, con tanta avidez, han devorado.
Y, por eso, en nada se daña a los buenos cuando les quitan lo que no aman, ya que aquello que aman y por lo que son felices, nadie se lo puede quitar. Pues los dolores corporales afligen míseramente a las almas malas, mientras purifican con reciedumbre a las buenas. Así acontece que el hombre malo y el ángel malo luchan a favor de la Providencia divina, aunque no saben el bien que Dios realiza por medio de ellos. Por tanto, no se les pagará con el mérito del servicio, sino con el salario de la malicia.
CAPÍTULO VIII Todo lo gobierna la divina Providencia
9. Pero, así como estas almas, con voluntad capaz de dañar y entendimiento para pensar, están ordenadas por la ley divina, para que nadie padezca injustamente, del mismo modo, todas las cosas, animales y corporales, cada una según su género y orden, están sometidas a la ley de la divina Providencia y son gobernadas por ella. Por eso dice el Señor: ¿No se venden dos pájaros por un as, y no cae en tierra uno de ellos sin la voluntad de vuestro Padre? (Mt 10,29) Pues esto lo dijo para mostrar que la omnipotencia divina gobierna incluso lo que los hombres consideran muy vil. Así, atestigua la Verdad que Dios alimenta las aves del cielo, viste a los lirios del campo y tiene incluso contados los cabellos de nuestra cabeza (Mt 6,26-30).
Pero como Dios cuida, por sí mismo, de las puras almas racionales, ya se trate de los grandes y óptimos ángeles, ya de los hombres, que le sirven con toda su voluntad, y lo demás lo gobierna por medio de ellos, con toda verdad se pudo decir también lo del Apóstol: ¿acaso se cuida Dios de los bueyes? (1 Co 9,9) En las santas Escrituras, Dios enseña a los hombres cómo han de comportarse con los otros hombres y servir al mismo Dios. Ya saben ellos, por sí mismos, cómo tratar a sus animales, esto es, cómo cuidar su salud, dada la experiencia, la pericia y la razón natural, unas dotes que han recibido de los grandes tesoros de su Creador. Así pues, el que pueda, entienda cómo Dios su Creador gobierna a todas sus criaturas por medio de las almas santas, que son sus ministros en el cielo y en la tierra. Esas almas santas fueron hechas por Él y mantienen el primado de todas sus criaturas. El que pueda, pues, entender, entienda y entre en el gozo de su Señor (Mt 25,21).
CAPÍTULO IX Gustar la dulzura divina
10. Pero si no podemos entenderlo mientras vivimos en este cuerpo y peregrinamos alejados del Señor (2 Co 5,6), gustemos al menos cuán suave es el Señor (Sal 33,9), que nos dio las arras del Espíritu (2 Co 1,22; 5,5), con el que podamos experimentar su dulzura, y codiciemos la fuente misma de la vida, en la que, con sobria embriaguez, seamos regados e inundados, como el árbol plantado al borde de la corriente de agua 31, que da fruto a su tiempo y sus hojas nunca caen. Pues dice el Espíritu Santo: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, se embriagarán de las riquezas de tu casa y los abrevarás en el torrente de tus delicias.
Porque en ti está la fuente de la vida (Sal 35,8-10). Esa embriaguez no quita el sentido, sino que lo arrebata hacia lo alto y produce el olvido de las cosas terrenas, de modo que podamos decir, de todo corazón: como desea el ciervo las fuentes de agua, así te desea a ti mi alma, ¡oh Dios! (Sal 41,2)
CAPÍTULO X El Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros. El libre albedrío
11. Pero si acaso no somos capaces de gustar la dulzura del Señor, a causa de las enfermedades que el alma contrajo por el amor de este mundo, creamos a la autoridad divina que en las Escrituras santas habló acerca de su Hijo, que como dice el Apóstol: vino a ser del linaje de David según la carne (Rm 1,3). Como está escrito en el Evangelio: todo fue creado por Él y sin Él nada se hizo 35. Él se compadeció de nuestra flaqueza, flaqueza que no es obra suya, sino que hemos merecido por nuestra voluntad.
Pues Dios hizo al hombre inmortal y le dotó de libre albedrío (Sab 2,23), ya que no sería perfecto si hubiese tenido que cumplir los mandamientos de Dios por la fuerza y no de grado. Todo esto, a mi juicio, es muy fácil de entender, pero no quieren entenderlo los que abandonaron la fe católica y quieren llamarse cristianos. Pues si con nosotros confiesan que la naturaleza humana no se cura sino haciendo el bien, confiesen que no se debilita sino pecando.
Por lo tanto, no podemos creer que nuestra alma sea sustancia divina, porque, si lo fuese, no se podría deteriorar ni por su propia voluntad ni por ninguna necesidad imperiosa. Pues es bien sabido que Dios es inmutable para todos aquellos que no se empeñan en disputas, celos y deseos de vanagloria y en hablar de lo que no saben, sino que, con humildad cristiana, perciben la bondad de Dios y le buscan con un corazón sencillo (Sab 1,1).
El Hijo de Dios se dignó asumir esta nuestra flaqueza: y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). No porque su eternidad fuera suplantada, sino porque mostró a la mirada mudable humana la criatura mudable que asumió con inmutable majestad.
CAPÍTULO XI Conveniencia de la encarnación de Dios para liberar al hombre
12. Realmente son unos necios los que dicen: ¿No podía la Sabiduría divina liberar al hombre de otro modo sino asumiendo al hombre, naciendo de mujer y padeciendo tanto de parte de los pecadores? A éstos les decimos: Podía perfectamente. Pero, si lo hubiese hecho de otro modo, también hubiese disgustado a vuestra necedad. Si no hubiese aparecido a los ojos de los pecadores, no hubiesen podido contemplar su esplendor eterno, visible a la mirada interior pero invisible a las mentes corruptibles. Pero ahora, al dignarse instruirnos con su apariencia visible para disponernos a lo invisible, disgusta a los avaros porque no tuvo un cuerpo de oro, disgusta a los impuros porque nació de mujer, y los impuros odian muchísimo el que las mujeres conciban y den a luz, disgusta a los altivos porque sufrió con paciencia las injurias, disgusta a los sibaritas porque fue atormentado, y disgusta a los medrosos porque padeció la muerte.
Y para que no parezca que defienden sus vicios, dicen que eso no les disgusta en los hombres, sino en el Hijo de Dios. Pues no entienden en qué consiste la eternidad de Dios que asumió al hombre, ni en qué consiste esa misma criatura humana, que con esas mutaciones fue reconducida a su antigua firmeza, para que aprendiéramos, por la enseñanza divina, que la enfermedad contraída por el pecado se cura con la virtud. Así, también se nos mostraba a qué grado de caducidad había llegado el hombre, por su pecado, y de qué fragilidad fue liberado con el auxilio divino. Para eso el Hijo de Dios asumió al hombre y en él padeció los achaques humanos.
Esta medicina del género humano es tan alta que no podemos ni imaginarla. Porque ¿qué soberbia podrá curarse si no se cura con la humildad del Hijo de Dios? ¿Qué avaricia podrá curarse si no se cura con la pobreza del Hijo de Dios? ¿Qué ira podrá curarse si no se cura con la paciencia del Hijo de Dios? ¿Qué impiedad podrá curarse si no se cura con la caridad del Hijo de Dios? Finalmente, ¿qué miedo podrá curarse si no se cura con la resurrección del cuerpo de Cristo el Señor? Levante el género humano su esperanza y reconozca su naturaleza y vea qué alto lugar ocupa entre las obras de Dios. No os menospreciéis, ¡oh varones!, pues el Hijo de Dios se hizo varón. No os menospreciéis, ¡oh mujeres!, pues el Hijo de Dios nació de mujer. Pero tampoco améis lo carnal, pues, en el Hijo de Dios, no somos ni varón ni mujer. No améis las cosas temporales, porque si pudieran amarse rectamente, las hubiese amado el hombre asumido por el Hijo de Dios.
No temáis las afrentas ni la cruz ni la muerte, porque si dañasen al hombre no las hubiera padecido el hombre que asumió el Hijo de Dios. Toda esta exhortación que, ahora, por doquier se pregona y venera, que cura a toda alma obediente, no entraría en las vidas humanas si no se hubiesen realizado todas esas cosas que tanto disgustan a los necios. ¿A quién se dignará imitar la ambiciosa altivez, para llegar a gustar la virtud, si se avergüenza de imitar a aquel de quien se dijo, antes de nacer, que será llamado Hijo del Altísimo, y que de hecho así es ya llamado por todo los pueblos, cosa que nadie puede negar?
Si tan alta estima tenemos de nosotros mismos, dignémonos imitar a aquel que se llama Hijo del Altísimo. Si nos tenemos en poco, osemos imitar a los publicanos y pecadores que le imitaron a Él. ¡Oh medicina que a todos aprovecha: reduce todos los tumores, purifica todas las podredumbres, suprime todo lo superfluo, conserva todo lo necesario, repara todo lo perdido, corrige todo lo depravado! ¿Quién se enorgullecerá contra el Hijo de Dios? ¿Quién desesperará de sí, cuando el Hijo de Dios quiso ser tan débil por él? ¿Quién pondrá la vida feliz en aquellas cosas que el Hijo de Dios enseñó a despreciar? ¿A qué adversidades cederá, quien cree que la naturaleza humana fue preservada, por el Hijo de Dios, entre tantas persecuciones? ¿Quién pensará que tiene cerrado el reino de los cielos, cuando sabe que los publicanos y las meretrices imitaron al Hijo de Dios? (Mt 21,31)
¿Y de qué maldad no se librará quien contempla, ama e imita los hechos y dichos de aquel hombre en el que el Hijo de Dios se nos ofreció como ejemplo de vida?
CAPÍTULO XII La fe cristiana reina y vence por doquier
13. Así pues, varones y mujeres, y toda edad y dignidad de este mundo, se nos exhorta a la esperanza de la vida eterna. Unos, abandonando los bienes temporales, vuelan a los divinos. Otros se humillan ante las virtudes de los que eso hacen, y alaban lo que no se atreven a imitar. Unos pocos aún murmuran y se retuercen de vana envidia, son los que buscan sus cosas en la Iglesia aunque parezcan católicos, son los herejes que pretenden gloriarse con el nombre de Cristo, o los judíos que desean defender el pecado de su impiedad o los paganos que temen perder la curiosidad de su vana licencia. Pero la Iglesia católica, difundida a lo largo y lo ancho de todo el orbe, que quebrantó el ímpetu de todos ellos en tiempos pasados, se robustece más y más, no con la resistencia, sino con la tolerancia. Apoyada en su fe, se ríe de los problemas insidiosos que ellos presentan, con diligencia los discute, con inteligencia los resuelve. No se cuida de la paja de sus acusadores, ya que distingue con cautela y diligencia el tiempo de la cosecha, el de la era y el del granero. Corrige a los que denuncian su grano y a los que yerran, o cuenta entre las espinas y la cizaña a los envidiosos.
CAPÍTULO XIII La fe recta y la acción buena
14. Así pues, sometamos nuestra alma a Dios si queremos reducir a servidumbre nuestro cuerpo y triunfar del diablo. La fe es la primera que somete el alma a Dios. Después, los preceptos para vivir bien, cuya observancia afirma la esperanza, nutre la caridad y comienza a iluminar lo que antes, solo, se creía. Dado que el conocimiento y la acción hacen al hombre feliz, así como hemos de evitar el error en el conocimiento, hemos de evitar la maldad en la conducta. Pues yerra quien piensa que puede conocer la verdad cuando vive inicuamente. Porque iniquidad es amar este mundo y estimar en mucho lo que nace y pasa, así como desearlo y trabajar para conseguirlo, regocijarse cuando abunda, temer que perezca y entristecerse cuando perece. Una vida tal no puede contemplar aquella verdad pura, auténtica e inalterable, ni adherirse a ella ni permanecer con ella para siempre. Por tanto, antes de que se purifique nuestra mente, hemos de creer lo que aún no podemos entender, pues con razón dijo el profeta: si no creyereis, no entenderéis (Is 7,9).
15. La Iglesia nos transmite, en pocas palabras, la fe con la que se nos confían las cosas eternas, que los carnales no pueden todavía entender, y también las cosas temporales, pasadas y futuras, que la eternidad de la divina Providencia realizó o realizará por la salvación de los hombres. Creamos, pues, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, personas eternas e inmutables, esto es, un solo Dios, Trinidad eterna en una única sustancia, Dios del que todo, por quien todo y en quien todo existe (Rm 9,36).
CAPÍTULO XIV Afirmemos la Trinidad
16. Hagamos oídos sordos a los que dicen que solo existe el Padre, que no tiene Hijo, ni tiene consigo al Espíritu Santo, sino que el mismo Padre, a veces, se llama Hijo y, a veces, Espíritu Santo. Porque esos no conocen el Principio, del que todo procede, ni a su Imagen, por quien todo se forma, ni su Santidad, que todo lo ordena.
CAPÍTULO XV Trinidad no significa tres dioses
17. No oigamos tampoco a los que se indignan y se estomagan porque no decimos que hay que adorar a tres dioses. Pues ignoran lo que es una y la misma sustancia, y les engañan sus fantasías porque suelen ver corporalmente tres animales o tres cuerpos cualesquiera, que se hallan separados en sus propios lugares, y piensan que así hemos de entender la sustancia divina. Y yerran mucho porque son soberbios y no pueden aprender porque se niegan a creer.
CAPÍTULO XVI Las tres divinas personas son iguales y eternas
18. Ni escuchemos a los que dicen que solo el Padre es Dios verdadero y eterno, que el Hijo no fue engendrado por Él, sino hecho por Él de la nada; que hubo un tiempo en el que el Hijo no existía, aunque ocupa el primer lugar entre todas las criaturas, y que el Espíritu Santo es de menor majestad que el Hijo y que fue hecho después del Hijo y que la sustancia de los tres es diferente como el oro, la plata y el bronce. No saben lo que dicen, y, acostumbrados a ver las cosas con los ojos corporales, se empeñan en transferir sus vanas imágenes a estas sus discusiones. Ciertamente es algo grande contemplar con la mente una generación que no se realiza en el tiempo, sino que es eterna, y contemplar la misma Caridad y Santidad por la que el Engendrador y el Engendrado se unen de modo inefable. Es grande y difícil contemplar esto con la mente, aunque esté sosegada y tranquila. Pero no es posible que vean esto los que, demasiado apegados a la generación terrena, añaden a sus tinieblas también el humo, que no cesan de levantar con sus contiendas y disputas diarias, mientras rebosa su alma de afectos carnales. Son como leños que rezuman humedad, de los que el fuego no logra sacar sino humo y no pueden producir llama limpia. Y esto se puede decir, con razón, de todos los herejes.
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