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LAS MENTIRAS DEL DEMONIO ACERCA DE LA MUERTE
26-Jun-2014, 2:13 AM

LAS MENTIRAS DEL DEMONIO ACERCA DE LA MUERTE
TRATADO DE PREPARACION PARA LA MUERTE

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE (SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO)

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
CONSIDERACIÓN PRIMERA

Retrato de un hombre que acaba de morir. 

Polvo eres y en polvo te convertirás (Gn. 3, 19)
PUNTO 1
Considera que tierra eres y en tierra te has de convertir. Día llegará en que será necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás cubierto de gusanos (Sal. 14, 11).

A todos, nobles o plebeyos, príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas, con el último suspiro, salga el alma del cuerpo, pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se reducirá a polvo (Sal. 103, 29).
Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver, tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos; desencajadas las mejillas; el rostro de color de ceniza; los labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el cuerpo... ¡Tiembla y palidece quien lo ve!... ¡Cuántos, sólo por haber contemplado a un pariente o amigo muerto, han mudado de vida y abandonado el mundo!
Pero todavía inspira el cadáver horror más intenso cuando comienza a descomponerse... Ni un día ha pasado desde que murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable.

Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que pronto lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le entierren en seguida, para que no inficione toda la casa... Y el que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no servirá, acaso, sino para que despida más insufrible fetidez, dice un autor.


¡Ved en lo que ha venido a parar aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!... Poco ha, veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad; ahora es horror y espanto de quien le mira. Apresúranse los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para que, encerrado en su ataúd, se lo lleven y den sepultura...

Pregonaba la fama no ha mucho el talento, la finura, la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de haber muerto, ni aun su recuerdo se conserva (Sal. 9, 7).
Al oír la nueva de su muerte, limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros, que ha dejado a su familia con grandes riquezas. Contrístanse algunos, porque la vida del que murió les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte puede serles útil.
Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de él, y hasta sus deudos más allegados no quieren que de él se les hable, por no renovar el dolor.

En las visitas de duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga:
“¡Por caridad, no me lo nombréis más!”

 

Considera que lo que has hecho en la muerte de tus deudos y amigos así se hará en la tuya. Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y a recoger la hacienda y ocupar el puesto de los que mueren; pero el aprecio y memoria de éstos poco o nada duran. Aflígense al principio los parientes algunos días, mas en breve se consuelan por la herencia que hayan obtenido, y muy luego parece como que su muerte los regocija. En aquella misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán, como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos... Y tu alma,
¿dónde estará entonces?


AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Gracias mil os doy, oh Jesús y Redentor mío, porque no habéis querido que muriese  cuando estaba en desgracia vuestra! ¡Cuántos años ha que merecía estar en el infierno!...

Si hubiera muerto en aquel día, en aquella noche, ¿qué habría sido de mí por toda la eternidad?... ¡Señor!, os doy fervientes gracias por tal beneficio.
Acepto mi muerte en satisfacción de mis pecados, y la acepto tal y como os plazca enviármela. Mas ya que me habéis esperado hasta ahora, retardadla un poco todavía. 

Dadme tiempo de llorar las ofensas que os he hecho, antes que llegue el día en que habéis de juzgarme (Jb. 10, 20).
No quiero resistir más tiempo a vuestra voz... ¡Quién sabe si estas palabras que acabo de leer son para mí vuestro último llamamiento! Confieso que no merezco misericordia.
¡Tantas veces me habéis perdonado, y yo, ingrato, he vuelto a ofenderos! ¡Señor, ya que no sabéis desechar ningún corazón que se humilla y arrepiente, ved aquí al traidor que, arrepentido, a Vos acude! Por piedad, no me arrojéis de vuestra presencia (Sal. 50, 13).
Vos mismo habéis dicho: Al que viniere a mí no le desecharé. Verdad es que os he ofendido más que nadie, porque más que a nadie me habéis favorecido con vuestra luz y gracia. Pero la sangre que por mí habéis derramado me da ánimos y esperanza de alcanzar perdón si de veras me arrepiento... Sí, bien sumo de mi alma; me arrepiento de todo corazón de haberos despreciado.
Perdonadme y concededme la gracia de amaros en lo sucesivo.

Basta ya de ofenderos.


No quiero, Jesús mío, emplear en injuriaros el resto de mi vida; quiero sólo invertirle en llorar siempre las ofensas que os hice, y en amaros con todo mi corazón. ¡Oh Dios, digno de amor infinito!... ¡Oh María, mi esperanza, rogad a Jesús por mí!
 

PUNTO 2
Mas para ver mejor lo que eres, cristiano –dice San Juan Crisóstomo–, ve a un  sepulcro, contempla el polvo, la ceniza y los gusanos, y llora. Observa cómo aquel cadáver va poniéndose lívido, y después negro. Aparece luego en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante, de donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda, que cae por la tierra.


Nacen en tal podredumbre multitud de gusanos, que se nutren de la misma carne, a los cuales, a veces, se agregan las ratas para devorar aquel cuerpo, corriendo unas por encima de él, penetrando otras por la boca y las entrañas. Cáense a pedazos las mejillas, los labios y el pelo; descárnase el pecho, y luego los brazos y las piernas.
 

Los gusanos, apenas han consumido las carnes del muerto, se devoran unos a otros, y de todo aquel cuerpo no queda, finalmente, más que un fétido esqueleto, que con el tiempo se deshace, separándose los huesos y cayendo del tronco la cabeza. Reducido como a tamo de una era de verano que arrebató el viento... (Dn. 2, 35). Esto es el hombre: un poco de polvo que el viento dispersa.
¿Dónde está, pues, aquel caballero a quien llamaban alma y encanto de la conversación?

Entrad en su morada; ya no está allí. Visitad su lecho; otro lo disfruta.
Buscad sus trajes, sus armas; otros lo han tomado y repartido todo. Si queréis verle, asomaos a aquella fosa, donde se halla convertido en podredumbre y descarnados huesos...
¡Oh Dios mío! Ese cuerpo alimentado con tan delicados manjares, vestido con tantas galas, agasajado por tantos servidores, ¿se ha reducido a eso?
Bien entendisteis vosotros la verdad, ¡oh Santos benditos!, que por amor de Dios –fin único que amasteis en el mundo– supisteis mortificar vuestros cuerpos, cuyos huesos son ahora, como preciosas reliquias, venerados y conservados en urnas de oro.

Y vuestras almas hermosísimas gozan de Dios, esperando el último día para unirse a vuestros cuerpos gloriosos, que serán compañeros y partícipes de la dicha sin fin, como lo fueron de la cruz en esta vida.
Tal es el verdadero amor al cuerpo mortal; hacerle aquí sufrir trabajos para que luego sea feliz eternamente, y negarle todo placer que pudiera hacerle para siempre desdichado.

 

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡He aquí, Dios mío, a qué se reducirá este mi cuerpo, con que tanto os he ofendido: a gusanos y podredumbre! Mas no me aflige, Señor; antes bien, me complace que así haya de corromperse y consumirse esta carne, que me ha hecho perderos a Vos, mi sumo bien.

Lo que me contrista es el haberos causado tanta pena por haberme procurado tan míseros
placeres.
No quiero, con todo, desconfiar de vuestra misericordia. Me habéis guardado para perdonarme (Is. 30, 18), ¿no querréis, pues, perdonarme si me arrepiento?...
Me arrepiento, sí, ¡oh Bondad infinita!, con todo mi corazón, de haberos despreciado.
Diré, con Santa Catalina de Génova: Jesús mío, no más pecados, no más pecados. No quiero abusar de vuestra paciencia. No quiero aguardar para abrazaros a que el confesor me invite a ello en la hora de la muerte. Desde ahora os abrazo, desde ahora os encomiendo mi alma.
Y como esta alma mía ha estado tantos años en el mundo sin amaros, dadme luces y fuerzas para que os ame en todo el tiempo de vida que me reste. No esperaré, no, para amaros, a que llegue la hora de mi muerte. Desde ahora mismo os abrazo y estrecho contra mi corazón, y prometo no abandonaros nunca... ¡Oh Virgen Santísima!, unidme a Jesucristo y alcanzadme la gracia de que jamás le pierda.

 

PUNTO 3
En esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti mismo, y mira lo que  algún día vendrás a ser: Acuérdate de que eres polvo y el polvo te convertirás. Piensa que dentro de pocos años, quizá dentro de pocos meses o días, no serás más que gusanos y podredumbre. Con tal pensamiento se hizo Job (17, 14) un gran santo.

A la podredumbre dije: Mi padre eres tú, y mi madre y mi hermana a los gusanos.
Todo ha de acabar. Y si en la muerte pierdes tu alma, todo estará perdido para ti.
Considérate ya muerto –dice San Lorenzo Justiniano–, pues sabes que necesariamente has de morir. Si ya estuvieses muerto, ¿qué no desearías haber hecho?... Pues ahora que vives, piensa que algún día muerto estarás.
Dice San Buenaventura que el piloto, para gobernar la nave, se pone en el extremo posterior de ella. Así, el hombre, para llevar buena y santa vida, debe imaginar siempre que se halla en la hora de morir. Por eso exclama San Bernardo: Mira los pecados de tu juventud, y ruborízate; mira los de la edad viril, y llora; mira los últimos desórdenes de la vida, y estremécete, y ponles pronto remedio.
Cuando San Camilo de Lelis se asomaba a alguna sepultura, decíase a sí mismo:

“Si volvieran los muertos a vivir, ¿qué no harían por la vida eterna? Y yo, que tengo tiempo, ¿qué hago por mi alma?...” Por humildad decía esto el Santo; mas tú, hermano mío, tal vez con razón pudieras temer el ser aquella higuera sin fruto de la cual dijo el Señor: Tres años que vengo a buscar fruto a esta higuera, y no le hallo (Lc. 13, 7).
Tú, que estás en el mundo más de tres años ha, ¿qué frutos has producido?... Mirad – dice San Bernardo– que el Señor no busca solamente flores, sino frutos; es decir, que no se contenta con buenos propósitos y deseos, sino que exige santas obras.
Sabe, pues, aprovecharte de este tiempo que Dios, por su misericordia, te concede, y no esperes para obrar bien a que ya sea tarde, al solemne instante en que se te diga: ¡Ahora!
Llegó el momento de dejar este mundo. ¡Pronto!... Lo hecho, hecho está.

 

AFECTOS Y SÚPLICAS
Aquí me tenéis, Dios mío; yo soy aquel árbol que desde muchos años ha merecía  haber oído de Vos estas palabras: Córtale, pues ¿para qué ha de ocupar terreno en balde?...
(Lc. 13, 7). Nada más cierto, porque en tantos años como estoy en el mundo no os he dado más frutos que abrojos y espinas de mis pecados...
Mas Vos, Señor, no queréis que yo pierda la esperanza. A todos habéis dicho que quien os busca os halla (Lc. 11, 9). Yo os busco, Dios mío, y quiero recibir vuestra gracia.
Aborrezco de todo corazón cuantas ofensas os he hecho, y quisiera morir por ellas de dolor.
Si en lo pasado huí de Vos, más aprecio ahora vuestra amistad que poseer todos los reinos del mundo. No quiero resistir más a vuestro llamamiento. Ya que es voluntad vuestra que del todo me dé a Vos, sin reserva a Vos me entrego todo... En la cruz os disteis todo a mí. Yo me doy todo a Vos.
Vos, Señor, habéis dicho: Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré (Jn. 14, 14).
Confiado yo, Jesús mío, en esta gran promesa, en vuestro nombre y por vuestros méritos os pido vuestra gracia y vuestro amor. Haced que de ellos se llene mi alma, antes morada de pecados.
Gracias os doy por haberme inspirado que os dirija esta oración, señal cierta de que queréis oírme. Oídme, pues, ¡oh Jesús mío!, concededme vivo amor hacia Vos, deseo 
eficacísimo de complaceros y fuerza para cumplirle... ¡Oh María, mi gran intercesora, escuchadme Vos también, y rogad a Jesús por mí!

 

CONSIDERACIÓN 2
Todo acaba con la muerte El fin llega; llega el fin (Ez. 7)
PUNTO 1
Llaman los mundanos feliz solamente a quien goza de los bienes de este mundo,  honras, placeres y riquezas. Pero la muerte acaba con toda esta ventura terrenal. ¿Qué es vuestra vida? Es un vapor que aparece por un poco (Stg. 4, 15).
Los vapores que la tierra exhala, si acaso, se alzan por el aire, y la luz del sol los dora con sus rayos, tal vez forman vistosísimas apariencias; mas, ¿cuánto dura su brillante aspecto?... Sopla una ráfaga de viento, y todo desaparece... Aquel prepotente, hoy tan alabado, tan temido y casi adorado, mañana, cuando haya muerto, será despreciado, hollado y maldito. Con la muerte hemos de dejarlo todo.
El hermano del gran siervo de Dios Tomás de Kempis preciábase de haberse edificado una bella casa. Uno de sus amigos le dijo que notaba en ella un grave defecto.
“¿Cuál es?” –le preguntó aquél–. “El defecto –respondió el amigo– es que habéis hecho en ella una puerta”. “¡Cómo! –dijo el dueño de la casa–, ¿la puerta es un defecto?” “Sí – replicó el otro–, porque por esa puerta tendréis algún día que salir, ya muerto, dejando así la casa y todas vuestras cosas.”.
La muerte, en suma, despoja al hombre de todos los bienes de este mundo... ¡Qué espectáculo el ver arrojar fuera de su propio palacio a un príncipe, que jamás volverá a entrar en él, y considerar que otros toman posesión de los muebles, tesoros y demás bienes del difunto!
Los servidores le dejan en la sepultura con un vestido que apenas basta para cubrirle el cuerpo. No hay ya quien le atienda ni adule, ni, tal vez, quien haga caso de su postrera voluntad.
Saladino, que conquistó en Asia muchos reinos, dispuso, al morir, que cuando llevasen su cuerpo a enterrar le precediese un soldado llevando colgada de una lanza la túnica interior del muerto, y exclamando: “Ved aquí todo lo que lleva Saladino al sepulcro”.
Puesto en la fosa el cadáver del príncipe, deshácense sus carnes, y no queda en los restos mortales señal alguna que los distinga de los demás. Contempla los sepulcros –dice San Basilio–, y no podrás distinguir quién fue el siervo ni quién el señor.
En presencia de Alejandro Magno, mostrábase Diógenes un día buscando muy solícito alguna cosa entre varios huesos humanos. “¿Qué buscas?” –preguntó Alejandro con curiosidad–. “Estoy buscando –respondió Diógenes– el cráneo del rey Filipo, tu padre, y no puedo distinguirle. Muéstramelo tú, si sabes hallarle”.


Desiguales nacen los hombres en el mundo, pero la muerte los iguala, dice Séneca. Y Horacio decía que la muerte iguala los cetros y las azadas. En suma, cuando viene la muerte, finis venit, todo se acaba y todo se deja, y de todas las cosas del mundo nada llevamos a la tumba.
 

AFECTOS Y SÚPLICAS
Señor, ya que dais luz para conocer que cuanto el mundo estima es humo y demencia,  dadme fuerza para desasirme de ello antes que la muerte me lo arrebate. ¡Infeliz de mí, que tantas veces, por míseros placeres y bienes de la tierra, os he ofendido a Vos y perdido el bien infinito!...
¡Oh Jesús mío, médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma; curadla de las llagas que yo mismo abrí con mis pecados y tened piedad de mí! Sé que podéis y queréis sanarme, mas para ello también queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y como me arrepiento de corazón, curadme, ya que podéis hacerlo (Salmo 40, 5).
Me olvidé de Vos; pero Vos no me habéis olvidado, y ahora me dais a entender que hasta queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste (Ez. 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los males...
Olvidad, pues, Redentor mío, las amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante, perderlo todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia... ¿De qué me servirían sin ella todos los bienes del mundo?
Dignaos ayudarme, Señor, ya que conocéis mi flaqueza... El infierno no dejará de tentarme: mil asaltos prepara para hacerme otra vez su esclavo. Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis. Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único dueño, que me ha creado, redimido y amado sin límites... Sois el único que merece amor, y a Vos solo quiero amar.

 

PUNTO 2
Felipe II, rey de España, estando a punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto  real con que se cubría, mostróle el pecho, ya roído de gusanos, y le dijo: Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de este mundo... Bien dice Teodoreto que la muerte no teme las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura; y que así de los vasallos como de los príncipes, se engendra la podredumbre y mana la corrupción. De suerte que todo el que muere, aunque sea un príncipe, nada lleva consigo al sepulcro. Toda su gloria acaba en el lecho mortuorio (Sal. 48, 18).
Refiere San Antonio que cuando murió Alejandro Magno exclamó un filósofo:

“El que ayer hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le bastaba la tierra entera; hoy tiene bastante con siete palmos. Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy unos pocos sepultureros le llevan al sepulcro.
Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la ceniza? (Ecli. 10, 9). ¿Para qué inviertes tus años y tus pensamientos en adquirir grandezas de este mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas grandezas y todos tus designios (Salmo 145, 4).
¡Cuán preferible fue la muerte de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta años en una gruta, a la de Nerón, emperador de Roma! ¡Cuánto más dichosa la muerte de San Félix, lego capuchino, que la de Enrique VIII, que vivió entre reales grandezas, siendo enemigo de Dios!
Pero es preciso atender a que los Santos, para alcanzar muerte semejante, lo abandonaron todo: patria, deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la tierra para no ser, al morir, sepultados en el infierno... Mas, ¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y ocasiones peligrosas?
Amenaza Dios a los pecadores con que en la hora de la muerte le buscarán y no le hallarán (Jn. 7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la misericordia, sino el de la justa venganza (Dt. 32, 35).
Y la razón nos enseña esta misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se hallará débil de espíritu, oscurecido y duro de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones serán entonces más fuertes, y el que en vida se acostumbró a rendirse y dejarse vencer, ¿cómo resistirá en aquel trance? Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios está obligado a dársela? ¿La habrá merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?... Y, sin embargo, trátase en tal ocasión de la desdicha o de la felicidad eternas...
¿Cómo es posible que, al pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará según nuestras obras?

 

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Señor! ¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia!... ¡En qué miserable estado  se hallaba entonces mi alma!... ¡La odiabais Vos, y ella quería vuestro odio! Condenado estaba ya al infierno; sólo faltaba que se ejecutase la sentencia...
Vos, Dios mío, siempre os habéis acercado a mí, invitándome al perdón. Mas ¿quién me asegurará que ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de vivir, Jesús mío, con este temor hasta que vengáis a juzgarme?... Con todo el dolor que siento por haberos ofendido, mi deseo de amaros y vuestra Pasión, ¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que estaré en vuestra gracia. Arrepiéntome de haberos ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre todas las cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y vuestro amor.
Deseáis Vos que sienta alegría el corazón que os busque (1 Co. 16, 10). Detesto, Señor, las injurias que os hice; inspiradme confianza y valor. No me reprochéis más mi ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.
Dijisteis que no queréis la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez. 33, 11). Pues todo lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os busco y os quiero y os amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro amor, y nada más os pido...
¡Oh María, que sois mi esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!

 

PUNTO 3
A la felicidad de la vida presente llamaba David (Salmo 72, 20) un sueño de quien  despierta, y comentando estas palabras, escribe un autor: “Los bienes de este mundo parecen grandes; mas nada son de suyo, y duran poco, como el sueño, que pronto desaparece”.
La idea de que todo se acaba con la muerte inspiró a San Francisco de Borja la resolución de entregarse por completo a Dios. Habíanle dado el encargo de acompañar hasta Granada el cadáver de la emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales fueron el horrible aspecto que ofreció y el hedor que despedía, que todos los acompañantes huyeron.
Mas San Francisco, alumbrado por divina luz, quedóse a contemplar en aquel cadáver la vanidad del mundo, considerando cómo podía ser aquella su emperatriz Isabel, ante la cual tantos grandes personajes doblaban reverentes la rodilla. Preguntábase qué se habían hecho de tanta majestad y tanta belleza.
Así, pues, díjose a sí mismo: “¡En esto acaban las grandezas y coronas del mundo!...
¡No más servir a señor que se me pueda morir!...” Y desde aquel momento se consagró enteramente al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en Religión si antes que él moría su esposa; y, en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la Compañía de Jesús.
Con verdad un hombre desengañado escribía en un cráneo humano: Cogitanti vilescunt omnia... Al que en esto piensa todo le parece vil... Quien medita en la muerte no puede amar la tierra... ¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo? Porque no piensan en la muerte...
¡Míseros hijos de Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3), ¿por qué no desterráis del corazón los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la mentira? La que sucedió a vuestros antepasados os acaecerá también a vosotros; en vuestro mismo palacio vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están allí, y lo propio os ha de suceder.
Entrégate, pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No dejes para mañana lo que hoy puede hacer (Ecc. 9, 10); porque este día de hoy pasa y no vuelve; y en el de mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada te permitiría hacer.
Procura sin demora desasirte de lo que te aleja o puede alejarte de Dios. Dejemos pronto con el afecto estos bienes de la tierra, antes que l muerte por fuerza nos los arrebate.
¡Bienaventurados los que al morir están ya muertos a los afectos terrenales! (Ap. 14, 13).
No temen éstos la muerte, antes bien, la desean y abrazan con alegría, porque en vez de apartarlos de los bienes que aman, los une al Sumo Bien, único digno de amor, que les hará para siempre felices.

 

AFECTOS Y SÚPLICAS
Mucho os agradezco, amado Redentor mío, que me hayáis esperado. ¡Qué hubiera sido de mí si me hubierais hecho morir cuando tan alejado me hallaba de Vos! ¡Benditas sean para siempre vuestra misericordia y la paciencia con que me habéis tratado!...
Os doy fervientes gracias por los dones y luces con que me habéis enriquecido...
Entonces no os amaba ni me cuidaba de que me amaseis. Ahora os amo con toda el alma, y mi mayor pena es el haber desagradado a vuestra infinita bondad. Atorméntame este dolor:
¡dulce tormento que me trae la esperanza de que me hayáis perdonado! ¡Ojalá hubiera muerto mil veces, dulcísimo Salvador mío, antes de haberos ofendido!... Me estremece el temor de que en lo futuro pudiera llegar a ofenderos.

 

Fuente: http://www.semperfiat.com/wp-content/uploads/2012/10/Preparacion-para-la-muerte.pdf

Categoría: crecimiento espiritual | Agregado por: Trinidad | Etiquetas: Crecimiento espiritual, verdades de fé católica
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Total de comentarios: 1
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1 Caro   (03-Jul-2014 1:44 AM) [Entrada]
Qué gran santo y doctor de la Iglesia, san ALFONSO MARIA DE LIGORIO,

Muere en Pagani el miércoles 1 de agosto de 1787, al toque del Angelus. Tenía noventa años, diez meses y cinco días. Tannoia, su secretario, hace de él este retrato: “Era Alfonso de mediana estatura, cabeza ligeramente abultada, tez bermeja. La frente espaciosa, los ojos vivos y azules, la nariz aquilina, la boca pequeña, graciosa y sonriente. El cabello negro y la barba bien poblada, que él mismo arregla con la tijera. Enemigo de la larga cabellera, pues desdecía del ministro del altar. Era miope, quitándose los lentes siempre que predicaba o trataba con mujeres.

Tenía voz clara y sonora, de forma que, aunque fuese espaciosa la iglesia y prolongado el curso de las misiones, nunca le faltó, aun en su edad decrépita. Su aire era majestuoso, su porte imponente y serio, mezclado de jovialidad. En su trato, amable y complaciente con niños y grandes.

Estuvo admirablemente dotado. Inteligencia aguda y penetrante, memoria pronta y tenaz, espíritu claro y ordenado, voluntad eficaz y poderosa. He aquí las dotes con que pudo llevar a cabo su obra literaria y hacer tanto bien en la Iglesia de Cristo”. “En su larga carrera no hubo minuto que no fuera para Dios y para trabajar en su divina gloria. Juzgaba perdido todo lo que no fuera directamente a Dios y a la salvación de las almas”

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